El último viaje de Carlos V.
- Jor Jiménez García
- 3 may 2017
- 5 Min. de lectura
Más allá del objetivo turístico, esta red busca la cohesión social y el respeto al medio ambiente a través de la integración de los patrimonios culturales y naturales. Precisamente fue la naturaleza uno de los motivos que llevaron al hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso a elegir un rincón extremeño para terminar sus días de una forma austera, recogida y espiritual.

En 1520, una serie de alianzas dinásticas y fallecimientos prematuros, convirtió a un joven de veinte años en el monarca más poderoso de Europa. Nieto de los Reyes Católicos, Carlos había heredado de ellos las coronas de Castilla y Aragón, con sus respectivas posesiones en América y en el Mediterráneo, reinando como Carlos I de España desde los dieciséis años. A los veinte, tras la muerte de su abuelo paterno, el emperador Maximiliano I de Habsburgo, fue coronado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, razón por la que la historiografía lo designa como Carlos I de España y V de Alemania.

En 1556, tras una larga vida de reinado y después de tantas guerras, conflictos y pactos, Carlos quiso retirarse a reflexionar sobre sí mismo, la vida, sus vivencias y el estado de Europa. Su vida terrenal estaba llegando a su conclusión, cedió el imperio a su hermano Fernando I y, dejando a Felipe en Bruselas, se embarcó hacia España.
Había comprendido que el título imperial carecía de valor sin el sustento de las armas, y por ello no había dudado en repartir sus dominios entre las que consideró las cabezas más importantes de su dinastía: su hermano Fernando y su hijo Felipe.
Su sueño de un Imperio universal bajo los Habsburgo había fracasado, así como su objetivo de reconquistar Borgoña. El balance de su vida y de aquello que había completado no era del todo positivo, sobre todo en relación con los objetivos que se había fijado. No había conseguido impedir el asentamiento de la doctrina luterana. Sus posesiones de ultramar se habían acrecentado, pero sus gobernadores no habían podido implantar estructuras administrativas estables.

Sabía que Europa se encaminaba a ser gobernada por nuevos príncipes, los cuales, en nombre del mantenimiento de los propios Estados, no intentaban alterar el equilibrio político-religioso de cada uno de ellos. Su concepción del Imperio había pasado y se consolidaba España como potencia hegemónica.
El 8 de agosto de 1556, el Emperador Carlos V, abandona Bruselas con el propósito de curar la enfermedad de la gota en una comarca de la que le habían hablado por su buen clima y alejada de las grandes ciudades, emprendiendo así, su viaje de retiro a Yuste. Un largo viaje desde el corazón de Europa a la cacereña comarca de La Vera.
Embarcaría el 17 de setiembre en el puerto de Flesinga rumbo a Laredo, donde desembarca el 28 de setiembre. Tras un breve descanso para preparar el viaje por tierra y concienciarse del largo recorrido, abandona Laredo el 8 de octubre.
Llegó a Medina de Pomar el 9 y a Burgos el 13, todo a pie. Continuó por Torquemada, Dueñas, Cabezón y Valladolid, donde descansó dos semanas, y como el clima no acompañaba y la espera se hacía larga, partió hacia Medina, Madrigal y Peñaranda de Bracamonte, donde duerme el 7 de noviembre. El 8 alcanza Alaraz, el 9 Gallegos de Solmirón y el 10 el Barco de Ávila, a un ritmo de 4 leguas por día (25 km). En cada uno de estos pueblos, era bien recibido y recomendado por cada uno de los viandantes con los que se encontraba.

El 11 pasó la noche en Tornavacas, localidad situada en la cabecera del Valle de Jerte, reconocido por sus cerezos en flor, y toma la decisión de cruzar la sierra de Tormantos por el entonces llamado Puerto Nuevo. Se dirigió hacia la Ermita del Cristo del Humilladero, siempre en paralelo al río Jerte por un camino señalizado que pasa a través de un bosque de robles y castaños, una amplia zona llena de pequeños valles y sierras recorridas por arroyos que le asombraron.

El 12 de noviembre, bien temprano, inició la dura jornada emprendiendo la travesía de las sierras de Gredos, llegando al Collado de las Losas, la Garganta de la Serrá y la Garganta de los Infiernos.
En el Puerto de las Yeguas a 1480 metros de altura visualizó su recorrido y comenzó la bajada hacia el pueblo de Jarandilla de la Vera por la Garganta de Yedrón.
Debido a la dificultad del sendero y al no poder hacerlo en litera por sus estreches y su dura gota, logró hacerlo en silla de manos y a cuestas por los lugareños. Consiguió cruzar la sierra con su séquito de 150 personas y al comenzar el largo y fragoso descenso hasta el castillo de los Condes de Oropesa, en Jarandilla, proclamó legendariamente: "¡Ya no franquearé otro puerto que el de la muerte!".
Atravesando una gran ladera y un bosque de robles y castaños, encontró el camino hacia el Puente de Palo, que cruza la Garganta de Jaranda y que posteriormente presenta el municipio. En el castillo, se hospedó hasta que su palacio en Yuste estuvo acabado por las obras.
Obsesionado por la muerte, el temor a Dios y la angustia religiosa, llegó a Yuste el 3 de febrero de 1557 tras recorrer 94,8 leguas desde Laredo, su último y definitivo aposento hasta el 21 de septiembre de 1558, donde estuvo alejado de las ciudades y de la vida política, y acompañado por la orden de los Jerónimos, quienes guiaron espiritualmente al monarca hasta sus últimos días.

Llevó a aquel apartado lugar, preciados muebles, una vajilla de plata, su magnífico vestuario y cincuenta servidores; ocupó sus horas en largas charlas sobre religión con el jesuita Francisco de Borja, e incluso llegó a construir algunos relojes. De hecho, sus embajadores en el extranjero, conocedores de su debilidad por ellos, le enviaban los mejores y más artísticos relojes procedentes de diversos países europeos, piezas únicas en su género con las que entretenía su tiempo. Coleccionó además pinturas de los grandes artistas de la época, como Tiziano, y de los primitivos italianos y flamencos. Leía libros piadosos y de historia, cantaba con los monjes en el coro y organizaba solemnes funerales por su alma que presenciaba tétricamente en la iglesia del monasterio. Aun así, siguió manteniendo la comunicación con Felipe II, que a menudo requería sus consejos, y no dejó nunca de interesarse por los asuntos públicos.
Tras un mes de agonía y fiebres, falleció de un pauladismo causado por la picadura de un mosquito proveniente de las aguas estancadas de uno de los estanques construidos por el experto en relojes e ingeniero hidrográfico Torriani.

Murió en la causa del recuerdo y su pasión.
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